Extractos

1.- EL BUEN ARTE DE LA PRÁCTICA DE LA MEDICINA – El Conde Lucanor (1330-1335)

condelucanorPor eso yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del Reino de Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré, entre las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren. Hice así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar una medicina para el hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la medicina un poco de azúcar o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues por el gusto que siente el hígado a lo dulce, lo atrae para sí, y con ello a la medicina que tanto le beneficiará. Lo mismo hacen con cualquier miembro u órgano que necesite una medicina, que siempre la mezclan con alguna cosa que resulte agradable a aquel órgano, para que se aproveche bien de ella. Siguiendo este ejemplo, haré este libro, que resultará útil para quienes lo lean, si por su voluntad encuentran agradables las enseñanzas que en él se contienen; pero incluso los que no lo entiendan bien, no podrán evitar que sus historias y agradable estilo los lleven a leer las enseñanzas que tiene entremezclados, por lo que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de ellas, al igual que el hígado y los demás órganos se benefician y mejoran con las medicinas en las que se ponen agradables sustancias.

(Infante don Juan Manuel. Prólogo de «El Conde Lucanor». Disponible a texto completo en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

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2.- EL SABER NO OCUPA LUGAR – El Quijote, 2ª parte (1615)

elquijote-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
-La de la caballería andante -respondió don Quijote-, que es tan buena como la de la poesía, y aun dos deditos más.
-No sé qué ciencia sea ésa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora no ha llegado a mi noticia.
-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure.

(Miguel de Cervantes. Capítulo XVIII de la 2ª parte de «El Quijote». De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes.  Disponible a texto completo en: Biblioteca Nacional de España)

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3.- DE SIEMPRE, EL COSTE DE LOS MEDICAMENTOS – El sí de las niñas (1806)

elsi DOÑA FRANCISCA.-   Me parece que no.
DOÑA IRENE.-   Pues cuenta, niña, con lo que te he dicho ya. Y mira que no gusto de repetir una cosa dos veces. Este caballero está sentido, y con muchísima razón.
DOÑA FRANCISCA.-   Bien: sí, señora; ya lo sé. No me riña usted más.
DOÑA IRENE.-   No es esto reñirte, hija mía; esto es aconsejarte. Porque como tú no tienes conocimiento para considerar el bien que se nos ha entrado por las puertas… Y lo atrasada que me coge, que yo no sé lo que hubiera sido de tu pobre madre… Siempre cayendo y levantando… Médicos, botica… Que se dejaba pedir aquel caribe de Don Bruno (Dios le haya coronado de gloria) los veinte y los treinta reales por cada papelillo de píldoras de coloquíntida y asafétida… Mira que un casamiento como el que vas a hacer, muy pocas le consiguen. Bien que a las oraciones de tus tías, que son unas bienaventuradas, debemos agradecer esta fortuna, y no a tus méritos ni a mi diligencia… ¿Qué dices?
DOÑA FRANCISCA.-   Yo, nada, mamá.
DOÑA IRENE.-   Pues nunca dices nada. ¡Válgame Dios, señor!… En hablándote de esto no te ocurre nada que decir.

(Leandro Fernández de Moratín. Escena II, Acto II de «El sí de las niñas». Disponible a texto completo en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

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4.- EN BUENAS MANOS – Marianela (1878)

Marianela«En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, Capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible.
Para esto había que trabajar con ánimo resuelto, rompiendo uno de los más delicados organismos, la córnea; apoderarse del cristalino  -192-   y echarlo fuera, respetando la hialoides y tratando con la mayor consideración al humor vítreo; ensanchar por medio de un corte las dimensiones de la pupila, y examinar por inducción o por medio de la catóptrica el estado de la cámara posterior.
Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:
-Contractibilidad de la pupila… retina sensible… algo de estado pigmentario… nervios llenos de vida.
Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?
-A su tiempo se sabrá -dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje-. Paciencia.
Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como  otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada.
El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle.»

(Benito Pérez Galdos. Capítulo XVI, La promesa, de «Marianela». Disponible a texto completo en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

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5.- ERRORES MÉDICOS – El corazón perdido (h. 1890-1899)

cuentos_amorEnriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.

(Emilia Pardo Bazán. El corazón perdido, perteneciente a «Cuentos de amor». Disponible a texto completo en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

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6.- SEGUNDA OPINIóN – Zalacaín el aventurero (1908)

zalacain“La Ignacia y Martín, por consejo del médico, obligaron al viejo a que suprimiese toda bebida, fuese vino o licor, pero Tellagorri, con tal procedimiento de abstinencia, languidecía y se iba poniendo triste.
– Sin vino i sin patharra soy un hombre muerto – decía Tellagorri.
Y viendo que el médico no se convencía de esta verdad, hizo que llamaran a otro más joven.
Éste le dio la razón al borracho, y no sólo le recomendó que bebiera todos los días un poco de aguardiente, sino que le recetó una medicina hecha con ron. La Ignacia tuvo que guardar la botella del medicamento para que el enfermo no se la bebiera de un trago. A medida que entraba el alcohol en el cuerpo de Tellagorri, el viejo se erguía y se animaba.
A la semana de tratamiento se encontraba tan bien que comenzó a levantarse y  a ir a la posada de Arcale, pero se creyó en el caso de hacer locuras, a pesar de sus años, y anduvo de noche entre la nieve y cogió una pleuresía.”

(Pío Baroja. «Zalacaín el aventurero». Madrid: Espasa; 2001. p. 86-87)

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7.- VISITA A DOMICILIO – El laberinto de las aceitunas (1982)

laberintoEl que a la nobilísima tarea de llevar la salud a domicilio se entregaba resultó ser, en contra de lo que yo me había imaginado por tratarse de un amigo de la Emilia, un distinguido caballero de mediana edad, rubicundo y cachigordo, que desprendía un relajante olor a ajo y desinfectante y que se disculpó por la tardanza alegando que su coche había sido sepultado por un empleado desdeñoso de los privilegios de la profesión en la planta tres del párking donde lo dejaba a pupilaje, a lo que agregó de un tirón, viendo que el recuento de su agracio no despertaba nuestro interés, que dónde estaba el paciente. Aclarada la cuestión, pidió que lo dejáramos solo y se encerró en el dormitorio donde yacía María Pandora. Del que emergió al poco diciendo:
– Todo en orden
– ¿Vivirá doctor? – preguntó don Plutarquete.
– Por supuesto, por supuesto, siempre que en el futuro se anden con más cuidado. ¿Quién es el padre de la criatura?

(Eduardo Mendoza. «El laberinto de las aceitunas». Capítulo 14; p. 106)

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8.- ¿QUÉ ES LA MEDICINA? – El año del diluvio (1992)

diluvioEstoy convencida de que antes las cosas no eran así, doctor, le decía a éste cuando sus visitas coincidían con los momentos de lucidez de la enferma, antes las personas vivían y se morían sin pasar por estos terribles períodos de transición; son los progresos de la medicina los que han traído al mundo este error.
Tal vez la medicina se haya limitado a restablecer el orden natural de los acontecimientos, respondía el doctor Suñé, si el cuerpo y el cerebro tardan años en formarse, es lógico que también tarden un tiempo en desintegrarse. Como los primeros años de un niño son los últimos de un viejo: es cruel, pero natural; la medicina no ha inventado la naturaleza humana: la encontró hecha y sólo trata de entenderla y adaptarse a sus caprichos; es a Dios a quien habría que pedir cuentas, hermana, no a los médicos.

(Eduardo Mendoza. El año del diluvio; p. 77)

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